Wednesday, November 07, 2007

ADRIANA SERLIK


Nací en Avellaneda (Provincia de Buenos Aires) en 1945. Tras mis precoces estudios de música me decanto por el magisterio y la bibliotecología.
Mi carrera poética comienza en 1968, con la publicación de "Improntus 6", que marca ya mi estilo de poesía clara y directa. Comencé mis estudios de música a los cuatro años, obteniendo a los 12 el título de Profesora Elemental en el Conservatorio Santa Cecilia de Buenos Aires, finalizando mis estudios en el Conservatorio Nacional de Música "Carlos López Buchardo", siendo alumna de la compositora Eidylia Mell, quien compuso la música de mis "Discursos desolados". Terminé Magisterio, especializándome en la enseñanza artística y en la Escuela de Bibliotecología de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, concurriendo a las lecciones de la cátedra de su director, el destacado poeta Roberto Juarroz.

En 1968 organizo la Biblioteca del Hospital Municipal "Cosme Argerich" patrocinada por la Asociación de Médicos, con fondos de medicina y literatura en general introduciendo, como actividad semanal, ciclos de cine y audiovisuales para médicos y pacientes.

En 1970 Federico Vogelius me elige para organizar su maravillosa colección de libros y manuscritos, la Fundación "F.V." tarea que desempeño hasta 1972.

En 1972 publico "Los espejos", con grabados de Carlos Aschero y Gustavo Fernández.

He realizado la producción integral de programas de radio para Radio Municipal y Splendid de Buenos Aires, Radio Caritas y Comuneros de Asunción del Paraguay y la RAI (Italia).

Becada por el gobierno italiano, asistí al "Curso de especialización para Directores de Programas de Televisión" realizado por la RAI en Florencia.

Llegué a Madrid en 1975, tomando la nacionalidad española en 1985.

En 1978 presento en una pequeña edición "Desde nosotros los niños".

En 1980 fui invitada por la Directora de la Casa de España en Asunción del Paraguay para organizar las actividades culturales de la institución, ésta luego me denunció ante la policía paraguaya y estuve detenida y desaparecida durante seis días.

Fui liberada gracias a las gestiones realizadas por los españoles residentes en Paraguay y al corresponsal de la Agencia Efe en esa ciudad, a todos ellos les debo la vida.

En 1984 presento en la Asamblea de Madrid "La silla de paja" con un dibujo de Anuncio Iramáin.
En Madrid cursé estudios de musicoterapia con el profesor Juan Carlos Olea.

En 1996 publico "Poemas del amor y la soledad" con un grabado de Nelly Rivkin.

He escrito artículos para diversos medios de Buenos Aires, Asunción del Paraguay y Madrid y trabajado como correctora y traductora para diversas editoriales españolas. Desde octubre de 1997 a febrero de 2004 he sido la Secretaria del Juzgado de Paz de Rascafría, tarea que he desempeñado con gran interés profesional y humano.

Durante años he investigado la vida y obra de Walter Benjamin (podéis leer mi cuento "Silencio de redonda" donde aparece). Ahora estoy escribiendo relatos y una novela que espero terminar en breve.

En 1987 comienzo a compartir mi vida y mis sueños con José María Celaya Béjar, con el que contraigo matrimonio en 1998 en Rascafría. En mayo de 2004 nos mudamos a Simat de la Valldigna (Valencia), en un bellísimo valle con salida al mar y mi gran amor, mi compañero de vida fallece el 31 de julio. El dolor y la soledad se transforma en "Poemas y escritos para mi Pirucho" que junto con el poemario "El ojo cósmico" configuran el libro "Andaremos, amor andaremos" publicado en junio de 2005. A finales de enero del 2006 sale mi libro " El gran devorador y otros relatos", en septiembre la antología poética "La esfera dorada" y en noviembre de 2006 el libro electrónico con siete relatos "Las sonrisas gastadas".

Soy colaboradora de diversas revistas digitales (Gibralfaro, Almiar, The Big Times, Letralia, La casa de Asterión, Revue d’art et de littérature, musique, etc.).

Actualmente vivo en Gandía, donde realizo diversas actividades culturales.

Estoy en Radio Ser de Gandía los domingos al mediodía con mi Sección "Retazos".

De abril de 2006 a junio de 2007 he sido coordinadora de dos Clubes de Lectura y he realizado el fanzine "En Veu Alta" en la Biblioteca Central "Convent Sant Roc" de Gandía y desde octubre de 2007 dirijo el Taller de Creación Literaria de la Universidad Popular de Gandía.

Soy voluntaria y representante en Gandía de AEAL (Asociación Española de Afectados por Linfomas).



OBRAS

Improntus 6. Buenos Aires, 1968.

Los espejos. Buenos Aires, 1972.

Desde nosotros los niños. Madrid, 1978.

La Silla de paja. Madrid, 1984.

Poemas del amor y la soledad. Madrid, 1996.

Andaremos, amor andaremos. Pontevedra, 2005.

El gran devorador y otros relatos. Pontevedra, 2006.

La esfera dorada. Pontevedra, 2006.

Las sonrisas gastadas. Jaén, 2006.

Antologías

Sociedad de metal: expresiones desde un mundo continuo. Buenos Aires, La Lupe, 2006.

Los planetas alineados. Segorbe, 2007.

Poetas de Avellaneda. Avellaneda, 2007.




CUENTOS DE ADRIANA SERLIK

EL Colorao



"Estaba tumbado boca abajo, sobre

una capa de agujas de pino de color castaño,

con la barbilla apoyada en los brazos cruzados,

mientras el viento, en lo alto, zumbaba entre las copas..."

Ernest Hemingway

"Por quién doblan las campanas"



Venía caminando desde el Hotel Florida por la Gran Vía. Hacía frío, cerró el abrigo y recolocó su boina. El viento venía del norte y los transeúntes se acercaban a los muros para cobijarse, las aceras estaban mojadas, había llovido toda la noche.

Antoine había salido, el coche lo había recogido hacía una hora y habían quedado en encontrarse más tarde.

Divisó la Cibeles y apresuró el paso. El camión estaba en la puerta del Palacio de Correos. El conductor lo ayudó a subir. Buscó un espacio entre las sacas de comida y las cajas y fue en ese momento en que vio a la niña.

Encogidita abrazaba un atado, sentada de espaldas a la pequeña ventanilla de la cabina del camión. Al final de sus largas y delgadas piernas sobresalían unos zapatos, dos números mayores que sus pies, envueltos en unos calcetines gruesos tejidos en varios tonos de lana.

- Debemos esperar un poco, gritó el conductor.

Subió una mujer cargada de varias bolsas y se sentó cerca de la niña. Su melena alborotada caía sobre un abrigo gris militar. Observó al hombre con interés, él la miró extrañado; recordaba su cara. Intentaba unir ese rostro a su recuerdo...

Al extender las piernas vio que iba vestida con chaqueta y pantalón militar.

La mujer, con suma delicadeza, habló suavemente a la niña quien asintió con la cabeza. Abrió una de las bolsas y ofreció a la pequeña una naranja. Sacó otra y sin hablar la ofreció al hombre que movió negativamente la cabeza.

Oyeron ruidos en la cabina y el camión se puso en marcha. Las cajas y pacas que se apiñaban a su alrededor les protegían algo del frío.

El hombre sacó un cigarrillo y tocó su bolsillo donde reposaba su petaca de plata, siempre llena en un viaje como ése.

La niña, con gran cuidado, terminó su naranja y sacando un inmenso pañuelo del atadito se limpió las manos, el zumo de la naranja había perfumado el camión.

Observaba a sus compañeros de viaje alternativamente, su atención estaba más tiempo fija en las grandes bolsas de la mujer.

Ésta abrió con cuidado la cartera que llevaba en bandolera, sacó una cámara fotográfica. Apuntó hacia la calle, el cielo y los árboles, sólo miró, no sacó fotografías. Envolvió lentamente la cámara en un gran paño y volvió a guardarla.

El hombre extendió su mano hacia la mujer.

- ¿Nos conocemos, no?

- Hace años nos presentó Weston, en Madrid nos hemos visto en una reunión con Pepe Quintanilla.

- Sigues con la cámara... no recuerdo tu nombre.

- Tina, aquí María.

El camión fue subiendo por la carretera y entró en el pueblo de Fuencarral. Se detuvo y cargaron más sacas.

La niña se había dormido; María sacó un enorme poncho y la cubrió. Había disminuido la fuerza del viento y un sol tibio alegraba la mañana.

El hombre se levantó y extendió sus fuertes piernas, buscó un cigarrillo y ofreció uno a la mujer que lo aceptó rápidamente.

Se veía un gran movimiento alrededor del camión, la soldadesca cargaba las sacas amontonándolas con cuidado, cayó un poco de harina que cubrió suavemente el rostro de la niña dormida.

- Parece algo enferma y está demasiado delgada, dijo María.

- Los niños son los que más sufren esta maldita guerra, contestó el hombre.

- Y esto no terminará aquí. ¿Has leído las noticias de Alemania?

El hombre extrajo la petaca y ofreció a María que bebió un pequeño trago.

- Es fuerte. Esto sí que calienta.

El camión volvió al camino.

- Ese poncho... ¿mejicano?

- Poco pude llevarme pero el poncho siempre ha estado conmigo. He leído algunas crónicas tuyas aunque sé que en España lo que más te gusta son los toros.

- Los toros y ahora tengo que escribir sobre la guerra... Los toros y el vino, eso es lo que más me gusta. Qué lejanas parecen aquellas fiestas corriendo delante de los toros, o en la plaza gritando.

- Algo vi en México pero no me gusta esa fiesta sangrienta. Si hay que morir que sea por algo que valga la pena, la justicia, la libertad, la igualdad, soy sólo una fotógrafa de la realidad.

- Estamos hablando de morir, viajando en un camión lleno de sacas para soldados, viniendo de una ciudad que está siendo bombardeada y yendo hacia el frente... mientras comemos una naranja y cubrimos con un poncho a una niña dormida con la cara blanca de harina.

Ambos quedaron en silencio; contemplando el paisaje, se fueron adormilando. María se acercó a la niña y cubriéndola con el poncho colocó su cabeza sobre el regazo. El hombre se tapó la cara con la boina y se durmió.

Viajaron dos horas hasta que les despertó un fuerte salto del camión. Habían entrado al valle.

La niña abrió los ojos y tímidamente volvió a sentarse cerca de la ventanilla, envolviéndose en el poncho. María se alisó el cabello, estiró sus brazos y tocó suavemente la frente de la niña mientras le preguntaba.

- ¿Quieres otra naranja?

La niña asintió y extendió la mano a la naranja y un trozo de pan negro.

- ¿Una para ti?, dirigiéndose al hombre que hizo una seña para que la guardara en la bolsa de la niña.

El camino estaba lleno de agujeros y barro, se veían a lo lejos algunos hombres pastoreando algo de ganado y pequeñas huertecitas con algunas verduras.

Se oyó desde la cabina la voz del conductor diciendo que el río grande iba poco crecido.

Cruzaron varios puentes de madera y pequeños pueblos donde la gente se asomaba a las puertas saludando.

- Falta poco, dijo el conductor.

- Es el último puente. Y hay una fuente de buena agua. Bajemos a refrescarnos.

María y la niña se alejaron detrás de un matorral.

- No te preocupes, nadie te mira, dijo María.

El hombre y el camionero orinaron contra una piedra charlando sobre lo que faltaba del camino.

María, con un pequeño pañuelo, limpió la cara de la niña. Acercaron la boca al grifo y bebieron largamente.

- Yo me llamo María y... ¿tú?

- Paz.

- Vamos, que nos falta poco, gritó el camionero.

El camión siguió saltando por agujeros, piedras y barro.

Por fin giró, entrando a un pueblo de calles polvorientas. Pronto estuvo rodeado de niños y soldados que los saludaban.

Un pequeño de unos seis años, con unos grandes pantalones, heredados probablemente de sus hermanos, se quedó observándolos.

- Alameda, gritó el conductor.

- Debo ir a la comandancia y luego descargar en el Batallón del Disciplinario, ¿se hacen cargo de la niña? sigue hasta Rascafría.

- ¿María, tú también sigues?, preguntó el hombre.

- Sigo, pero en este rato podemos comer algo.

- ¿Dónde podemos comprar comida?, preguntaron al pequeño.

Los niños comenzaron a corear, ¡le han hablado al Colorao, le ha tocado al Colorao...!

- La Felipa... allí hay comida.

- ¿Y un vinito?

- En El Colorao.

María cogió a Paz de la mano y fueron subiendo por la calle principal, pasaron por la puerta de la Botica y María murmuró:

- Esperad un momento.

Salió con un pequeño cartucho que guardó en la bolsa de la niña.

Siguieron caminando, cuando pasaron por la puerta de la Comandancia vieron al camionero entregando la saca de correos a un soldado.

Se enfrentaron, luego de una pequeña plaza, con una casa alta de dos plantas y una pocilga en un costado, la casa de la Felipa. Olía a grasa, jabón y arenques.

Compraron una hogaza de pan negro y algo de matanza.

El pequeño Colorao los acompañó a la plaza del pueblo, frente al ayuntamiento, la taberna de su padre, El Colorao Mayor.

Se sentaron sobre unos tablones, cortaron la hogaza y la matanza mientras caía del pellejo un vino oscuro y perfumado en los pequeños vasos de vidrio.

La mujer del Colorao sacó de las brasas una patata que entregó a la niña mirándola con afecto.

- Es la sobrina de Teresa Aguirre, comentó.

- Aquí te pondrás bien.

EL hombre sacó un cuaderno, y comenzó a escribir mirando de vez en cuando la leña baja:

"Estaba tumbado boca abajo, sobre una capa de agujas de pino de color castaño..."

María buscó la cámara, la limpió con cuidado y llamando al pequeño Colorao y a Paz a la calle, los sentó sobre el borde de la fuente y tomando distancia sacó la primera fotografía.

El hombre sintió una mano fría que le rozaba el cuello, sorprendido se giró y se encontró con la sonrisa de Antoine.

- Colorao, otro vinito para el aviador, gritó.

- Otro para mí, dijo María, mientras abrazaba a Antoine y le daba dos sonoros besos en las mejillas.

- Ya estamos todos los locos del mundo, gritó Antoine.

El pellejo llenó muchas veces los vasos y sus gritos y risotadas sonaron en la pequeña taberna.

- Ahora a brindar, brindemos por la justicia social, la libertad y la igualdad..., dijo María.

- Y una foto para recordar este brindis con los pequeños principitos, gritó Antoine.



Salieron, María eligió el lugar y explicó a la mujer del Colorao cómo tenía que apretar el botón de la cámara, luego posó entre Ernesto y Antoine, el pequeño Colorao y Paz contra el muro de la Taberna.


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Tina Modotti (María) muere en México el 5 de enero de 1942, se cree que fue asesinada.

Antoine Saint Exupery desaparece con su avión el 31 de julio de 1944 en una misión de reconocimiento en Francia.

Ernest Hemingway se suicida el 2 de julio de 1961 en Idaho, Estados Unidos.


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SILENCIO DE REDONDA

..."Yo me encontraba en un laberinto de escaleras. Este laberinto no estaba cubierto en todas partes.

Subí; otras escaleras me condujeron a las profundidades. En un descansillo de una escalera me di cuenta de que había llegado a una cima montañosa. Se abrían allí una amplias vistas de toda la zona. Vi a otros

que estaban en otras cimas montañosas. A uno de estos otros le entró de repente un mareo y cayó por el precipicio. Este mareo se fue extendiendo; otros hombres iban cayendo de otras cumbres a las profundidades. Cuando yo también me vi atacado por este mareo, desperté."

Anotaciones 1933-1939

Walter Benjamin

Tenía dieciséis años. Se agolpan en mi cabeza los recuerdos de esos terribles meses.

El viaje a París con mamá y la tía Vita, la llegada a casa de tía Stein y el strudel que había preparado para nosotros y que devoré sin lavarme las manos.

La búsqueda de un apartamento con Daniel, el primo Stein, una habitación-cocina con un baño dos plantas arriba para todo el vecindario. La mudanza con las colchonetas y la música...

La música se oía por la pequeña ventana: un violín y un piano tocados en el edificio contiguo, que aprovechaba para hacer mis ejercicios apoyando mis manos sobre la pequeña mesa. Esa música que tres días después se transformó en un largo silencio, un silencio de redonda, decía mi madre, cuando se llevaron a los intérpretes al Cuartel y no volvieron.

Y las lágrimas de mamá cuando decidí cortar mi largo pelo porque al lavarlo con agua tan helada tardaba mucho en secarse, no paraba de toser y me cansaba.

Una mañana la tía Vita volvió corriendo.

Debemos irnos, no podemos seguir aquí.

Recogimos sólo las bolsas. Uriel Valls nos esperaba en la estación del tren dispuesto a llevarnos a otro lugar más seguro y con él llegamos a Port-Vendres.

Nos dejó en compañía de tía Lisa que nos alojó en una casa vecina con tía Eva.

Y desde allí la travesía cruzando la montaña hacia España. A mitad de camino nos encontramos con el viejo profesor, que había pasado parte del día solo, oculto bajo unas hojas, no hablaba demasiado pero era muy educado y servicial .

Parecía enfermo o agotado apoyándose en el hijo de la Sra. Gurland para caminar, deteniéndose cada diez o quince minutos a respirar. Yo tenía mucho frío y se helaban las lágrimas en la cara, sacó de su viejo portafolios un gran pañuelo y las secó:

- Perdone, estimada Señorita, permita que le seque las lágrimas, tengo una colección de juguetes y muñecas lloronas, bueno....tenía, ahora estarán seguramente en Londres, pero ninguna tenía lágrimas parecidas a las suyas, quizá la del tutú azul.

Luego lentamente dijo: Se trata de hacer de una lágrima un pañuelo, de una poesía un pañuelo.

Guardó su pañuelo en mi bolsillo y seguimos andando, esta vez apoyándose un poquito en mí.

Al llegar al Hotel, por la tarde, tomamos juntos un té muy caliente y siguió contándome sobre sus juguetes; parecía no querer dar importancia al hecho de que nos querían devolver a Francia.

Susurró si podía acercarme a su habitación más tarde porque quería pedirme algo.

Cuando finalizó su explicación, me abrazó y rogó que no lo olvidara.

Un nudo me quebró la garganta y me saltaron las lágrimas. Me tomó las manos con el mismo gesto que pidió a tía Lisa permiso para tomar un trocito de tomate en el camino y dijo: Escriba a mi amigo, sé que le ayudará.

Mi madre, que paseaba por el vestíbulo, me pidió que fuera a dormir. Había sido enorme el esfuerzo, doce horas caminando con pequeñas paradas para descansar.

Me senté al borde de la cama, la habitación era pequeña pero limpia.

Me quité los zapatos, los calcetines y miré mis pies, mi mayor fortuna, doce años moldeándolos con las clases de ballet, habían sido delgados y elásticos y ahora aparecían hinchados, rojos y llenos de lastimaduras en las plantas, en los talones...

No quise mirar más, me envolví en la manta y sin desvestirme intenté dormir.

Me despertaron las voces: la Sra. Lippman , su hermana la Sra. Birmann y la Sra. Gurland gritaban.

El profesor había muerto. El médico escribió en el certificado como causa: ataque de apoplejía, no quería problemas. Vino la policía, luego el alcalde y un juez y acompañé a la Sra. Gurland a buscar un sacerdote.

Me pidió que nos arrodilláramos con él a rezar; yo no sabía hacerlo porque no entendía lo que había que decir o hacer y además no podía dejar de llorar recordando lo que me había pedido.

Saqué su pañuelo y repetí rezando su frase "...hacer de una lágrima un pañuelo...".

Apenas comimos, no sabíamos que nos pasaría.

Al día siguiente vinieron los gendarmes a buscarnos. Ordené lo mejor que pude mi pequeña bolsa, coloqué encima mi ropa interior y los otros zapatos.

Mamá y la Sra Lippmann de tanto repitir a los gendarmes que no nos volveríamos a la frontera nos llevaron al campo de Figueras ; sabíamos que la Sra. Gurland estaba arreglando todos los papeles comerciando lo que podíamos pagar por los visados y finalmente nos los dieron.

Viajamos por fin a Barcelona y luego de recorrer toda España en tren pudimos tomar el barco para América.

Ya en Buenos Aires nos esperaba tía Elisa para llevarnos a su casa.

Llegamos a Avellaneda y pudimos, por fin, descansar.

La familia nos recibió con mucho cariño Las chicas nos regalaron algunos vestidos y sombreros, ropa interior y después de un tiempo entendíamos el español.

Nos buscaron una pequeña casa y pagaron el alquiler.

Quisieron que estuviera cercana de la suya, en la calle 9 de julio, para que nos sintiéramos seguras.

Mamá comenzó a dar clases en el Kindergarden de la calle San Martín, mientras intentaba cada día hablar mejor.

Mis primas me llevaban a fiestas y reuniones; pocos me preguntaban lo que me había pasado. Eran cariñosos y solidarios pero parecían no querer hacernos recordar los malos momentos.

Pronto pudimos prepararnos para recibir a los Stein, que llegaron en un barco desde Marsella y darles hospedaje en casa.

Daniel había crecido. Ya no era el jovencito granoso y desgarbado que había cargado las colchonetas y ahora era yo su intérprete y guía por la ciudad.

Recibíamos pocas cartas. La Sra. Lippmann nos escribía desde Nueva York, había visto a la Sra. Gurmann, le había contado que había dejado pagada la tumba del profesor por cinco años pero al pasar por Port Bou la Sra. Arendt la había buscado y no había ninguna con su nombre.

Daniel y su padre trabajaban en la sastrería del Señor Richter y una tarde mientras paseaba con Dany por Crucecita me dio un beso, el primer beso de tu padre.

Lo que sigue de la historia lo conoces . Te envío esta carta porque creo que debes hacerte cargo del paquete que te adjunto por correo separado.

Imagino que andarás con miles de preocupaciones entre la mudanza, el cambio de clima y los papeles que tendrás que arreglar. Todos me dicen que en Madrid estarás más segura que aquí.

El asunto es que los doctores han dicho que debo hacer reposo absoluto porque mi diabetes se ha agravado y tengo una pierna con una herida que no se cierra.

Sabes que soy muy aprensiva y aunque dicen que de ésta no me muero, quiero dejar todas mis cosas bien ordenadas.

Pero vuelvo al paquete; cuando entré a la habitación del profesor estaba envolviendo en un papel de periódico, cogido del hotel, unas hojas escritas mientras decía:

...fines justos pueden ser alcanzados con medios legítimos, medios legítimos pueden ser empleados para fines justos, ¿por qué utilizan tanta violencia?

Esas palabras las repetía sin cesar mientras terminaba de atar con una cuerda el paquete.

Estimada Señorita, estoy muy cansado y me temo que no podré continuar este viaje pero quisiera rogarle que cuide de este paquete hasta que lo envíe a un amigo mío. Vive en Israel, en este papelito, que no debe perder, tiene sus datos y espero que cuando termine esta violencia dominante que nos gobierna pueda hacerse cargo de mi manuscrito. Aunque pase mucho tiempo le ruego que no lo pierda ni destruya, guárdelo, de alguna manera será recompensada. Puede leerlo, pero le suplico que no cuente a nadie que lo tiene y cuando pase todo esto póngase en contacto con mi amigo.

Con su pañuelo, sobre el que lloré su muerte, envolví el paquete y lo guardé en el fondo de mi bolsa y así viajó hasta Avellaneda pero perdí el papelito, no sé cuándo ni cómo pero no lo encontré y yo con el paquete del profesor sin poder entregarlo...

No conté a nadie de su existencia, había hecho una promesa.

Ahora no sé qué me pasará y tienes que hacerte cargo de él. Tú has estudiado y quizá sepas cómo hacerlo llegar a quien corresponda, trátalo con mucho cariño y hasta que no estés segura no hables de él a nadie.

Un beso de tu madre que te quiere mucho.



Serafín


Marisol se detuvo frente a la higuera, le habían dicho que a cincuenta pasos estaba la gran puerta. Se acercó a la entrada y dejó el ramo de margaritas y rosas junto al muro; la cancela estaba cerrada.

Regresó pensativa por el mismo camino. Las piedritas se colaban en las sandalias obligándole a mover los pies para que cayeran de nuevo al camino del que formaban parte. Había llovido y mientras esquivaba los charcos con pequeños saltos imaginaba a su madre, pequeña, corriendo y saltando por el mismo camino. No se sentía cómoda. Una sensación de inquietud le había acompañado hasta la gran puerta de metal que custodiaba la entrada del cementerio. Cumplir aquella promesa no le molestó, pero el desconocimiento, el no saber por qué se había hecho, le producía una sensación de inquietud que no podía disimular.

Recorrió la calle Mayor hasta llegar al hotel. Antes de pedir las llaves de la habitación tomó una bebida fría. Minutos más tarde subió a ducharse. Lanzó las sandalias al aire, se desnudó y corrió al baño para quedarse largo rato bajo el agua tibia de la ducha.

Una promesa siempre debe cumplirse, le había dicho su madre mirándola a los ojos.

El teléfono sonaba insistente, una y otra vez, pero Marisol no se levantó, sabía que era ella la que insistía al otro lado de la línea. No tenía ganas de hablar. Se vistió y salió a la calle. Se sentó en una horchatería, al aire libre, bajo uno de los toldos naranjas.

Había llegado la mañana del día anterior al hotel, su madre había reservado la habitación hacía dos meses porque quería asegurarse de que su hija iría.

No era su intención llegar al pueblo, debía dar una conferencia en la Universidad Popular y luego quería tomar sol y bañarse en la playa, pero ahora estaba a 30 Km de la Universidad y de la playa.

Observó las caras de la gente que estaba sentada y los que paseaban. Alguno de ellos sería un pariente, si conociera todos sus apellidos quizá podría buscar en alguna guía telefónica los posibles primos. Al irse del pueblo su madre rompió con todo su pasado y sólo le contó que los parientes, al estar su padre en la cárcel, desaparecieron de su entorno. Sus abuelos nada le habían contado sobre su familia.

Resu, la madre de Marisol, dejó de insistir y colgó el teléfono. Su hija estaría paseando o tomando algo fresco después de visitar el cementerio. Se acomodó en el sillón que con los años había tomado la forma de su cuerpo e intentó recordar. No lo hacía con claridad, como si todo lo sucedido hubiese barrido los recuerdos de su infancia y su juventud, sólo recordaba el papel en su mano mientras gritaba por la calle.

Se había enamorado a los quince años de Carles, tenía diez años más que ella, una gran fuerza y una enorme sonrisa. Visitaba con frecuencia a su padre, Alfonso le prestaba libros y le recomendaba lecturas. Carles, de familia modesta, sólo había podido asistido a los cursos para aprender a leer, escribir y moverse sin dificultad en las cuentas. Ayudaba a su padre en los arrozales, ocho fanegas en total que tenían que dar de comer a una familia de siete hijos, Carles era el mayor y sobre él recaían demasiadas responsabilidades.

En cada visita Carles traía en una cesta una calabaza, algunas cebollas, algún tomate, varias naranjas o cualquier otra cosa de la huerta familiar que su madre preparaba con esmero como agradecimiento al aporte en conocimiento y al préstamo de los libros. Alfonso sólo contaba con su sueldo de maestro y un pequeño arrozal y cada cesta era recibida con enorme alegría ya que en esos años 40, donde no existía casi el dinero y los productos de la tierra eran un lujo, la cesta de Carles representaba la comida de media semana de la pequeña familia. Su arrozal de tres fanegas, lo llevaba el muchacho con su padre, ya que limitaba con los suyos.

En 1945 Carles pidió permiso a Alfonso para acompañar a Resu los domingos a misa y dos años más tarde se casaron.

Carles mudó sus pertenencias a la casa del suegro y siguieron discutiendo de libros hasta que en 1949 la Guardia Civil fue a buscarlo una noche. Un vecino, obligado por sus deudas con uno de los grandes, tuvo que delatar a alguno de los rojos del pueblo y nombró a Carles.

Resu había tenido a Serafín hacía seis meses. Se acercó al cuartelillo por la mañana temprano con el niño en brazos, le explicaron que había sido enviado a la Cárcel Modelo de Valencia y que al día siguiente le indicarían el tiempo que permanecería preso, fueron dos años y tres meses porque el vecino se retractó de la denuncia y desapareció del pueblo.

Serafín tenía un año y era un niño tan alegre como su padre, cuidado por su madre y sus abuelos.

Sus suegros traían la cesta pero la falta del trabajo de Carles había mermado sus ingresos y no podían entregarle ni una peseta. Había intentado buscar algún trabajo pero con la etiqueta de rojo de su marido era imposible encontrar algo. Vivían con el sueldo de Alfonso que apenas llegaba para comer.

Serafín una mañana despertó con mucha fiebre, el pequeño tenía dificultades para respirar y el médico diagnosticó una pulmonía que sólo podía curarse con el nuevo y milagroso medicamento: la penicilina. Resu corrió a comprarla a la botica y le indicaron que el tratamiento costaba 30 pesetas y debía pagarlo en efectivo cuando se lo entregaran.

En su monedero sólo tenía las siete pesetas ahorradas durante mucho tiempo, sus padres no podrían darle más que cinco y sus suegros dos o tres. Visitó a sus tíos y primos y logró juntar otras tres pesetas. No tenía suficiente. Su padre le entregó la escritura del arrozal para que lo hipotecara por la suma que faltaba.

Sabía que los ricos aceptaban las escrituras haciendo una hipoteca por la cantidad necesitada a devolver en un año o año medio. Y fue ofreciéndola a gritos por la calle, como había visto hacerlo a otras mujeres pero nadie salió a la calle, no se abrió ninguna puerta.

Serafín murió a la semana siguiente. Lo enterraron en el viejo cementerio y Resu decidió irse de ese pueblo y no volver jamás.

Viajó a Valencia y trabajó de interna hasta que Carles salió de la cárcel. Fueron a vivir a Madrid y con grandes dificultades emprendieron otra vida. Resu y Carles nunca volvieron.

Cuando Marisol contó a su madre que debía dar una conferencia en Gandía, ésta le hizo prometer que dejaría un ramo de flores a la entrada del cementerio recordando a su querido Serafín. Resu nunca le había hablado a su hija del pequeño Serafín. Marisol no sabía que tuvo un hermano, que aquel ramo de flores era para él.




2 comments:

Adriana Serlik. La lectora impaciente said...

Gracias, Ricardo, por hacer llegar mis relatos a través de tu Blog.
Un abrazo
Adriana Serlik
www.lalectoraimpaciente.com

Ricardo Juan Benítez said...

Hola Adriana, en realidad el agradecido soy yo por tu generosidad al permitir incluír en este blog algunos de tus más bellos relatos. Sabes que siento especial predilección por "El colorao" que ha mi entender es un relato mágico y perfecto. Gracias.