Friday, September 14, 2007

Omar REQUENA nació en Caracas en 1972. Vive actualmente en Ocumare del Tuy, la primera capital estatal mirandina. Cursó estudios de Derecho y Artes Visuales en la misma ciudad. Actualmente inicia el segundo semestre de Comunicación Social en la U.B.V. (Universidad Bolivariana de Venezuela) Tiene inéditos un poemario y una colección de piezas breves para teatro. Trabaja actualmente en su primer libro de relatos.

E-mail : omarrequena@yahoo.es *


CUENTOS

TRINI

Para Elena Méndez, culichi, libélula de luz.


Porque todo ángel es terrible.1 Ella no. A medio vestir en la penumbra del cuartucho desordenado. El olor a vela recién fenecida, llegando desde el pequeño altar repleto de figuritas tan desleídas como ella. Su tos alérgica. Sus maldiciones por no poder encontrar la cajetilla de cigarros. Puta mierda. La modorra que me invadía siempre al quedarme allí. Sopor, dejadez; lo cierto es que el agobio me hacia regresar a ese rincón de Araguita. Una retorcida sensación de refugio. Con algo de suerte, una pelea, una balacera breve, cortesía de los narcos del sector. Y pensar que a pocos kilómetros bullía otro mundo, indiferente y cómplice a la vez. Si no, que lo dijeran Carlitos, el flaco Ribas, incluso Silvia. Encantados con el barrio y con Trini. Fumaba con garbo, con duende, aseveraban. Sublime en el momento cumbre de la pieza de calle. La rara condición etérea, y yo: “Trini, me enamoraste a los muchachos del grupo”. Ella reía; un fulgor particular se le prendía en los dos puntos de ámbar que miraban siempre más allá. A mediodía, llegaba su hermana menor, con caldo de gallina y arepas. También traía la noticia del último ajuste de cuentas, los tiros, los vejámenes que costaba un montón imaginarse.
Cada mes me preparaba un ensalme con hierbas especiales. Subíamos al río bien temprano. En La Cola de Caballo le decía que era yo Niño Mauricio, el genio guardián de la naturaleza tuyera. Ella me ordenaba no jugar con eso. Sumergidos en el agua fría del pozo, lamía sus pechos mientras me preguntaba por enésima vez si era capaz de llevarla conmigo a Madrid. “Allá tendrías que olvidarte del jibareo, mijita”, le contestaba. “Pero puedo leer la suerte; con mis tabacos veo lo que esta oculto. Me pagarían por eso. Además, esa gente es como los gringos… tu mismo lo has dicho. No era tan fácil, Trini. No lo había sido nunca. No es el caso el andar azotando calles. El triste papel de sudaca. Ni siquiera en el mismísimo barrio de Lavapiés; acuérdate de Miguelito. Internado en Mondragón, nada más por asustarse con un charco de sangre que encontró en el portal que limpiaba a diario. Su piel quemada, su estrella negra de poeta, lo hundieron. Luego, me refería el episodio, una y otra vez, hinchado de ganja. “Sucios gilipollas”, murmuraba furioso. Aseguraba que África renacería como la madre del mundo, y Europa y Norteamérica serian castigados al fin por su infinito egoísmo. Se lo insinuaba su sangre Zulú, Fulfulde y Ashanti. Cuando le llevé a Trini, abrió tamaños ojos de pervertido, y hasta unos versos le dedico. Mientras la hacia escuchar a Tom Jobim, me previno: “mire, poeta, esa niña tiene la marca de Olofi, no estoy seguro. Yo que usted, andaría ojo pelao, cuidándome del hambre de su cuerpo. De su hambre toda”.Pero no era vital para mí el cuidarme de nada. No tenia sentido. Más bien, buscaba su cercanía cuando quería estar al borde de lo incierto. Había algo efímero en Trini que la vinculaba a otras regiones u órdenes. Era ese algo que me untaba la modorra al cuerpo. Y se lo pedía entonces, ya que continuaba en busca de los benditos cigarros en el ropero. “Muéstramelos, Trini… por hoy solamente.” Sacaba uno, dos, tres, cinco, siete frascos con los cuerpecitos arrugados, pequeñitos, varios de piel traslúcida. Recuerdo uno, de mayor tamaño que el resto y, lo puedo jurar, se le insinuaban ya las diminutas alas de ángel.



TÁCITO



A Zune.


La primera “volada” de Tácito fue con ocho años recién cumplidos. Caminó desde Súcuta hasta San Pablo, y luego de allí bajó directo al terminal de pasajeros. Un día y una noche duró la búsqueda, que se facilitó con repetidos anuncios por emisoras de radio. Lo encontraron frente a los baños públicos, hambriento, pidiendo limosna a la gente que salía o entraba a los servicios. Quería irse a Ciudad Ojeda, en el occidente del país; le habían dicho que la Niña vivía allá, e iría en su búsqueda inmediata, apenas reuniera lo suficiente: unos dos o tres mil bolívares según él. La Niña, por su parte, era uno de esos seres calamitosos, violentos y tremendamente irreflexivos que se multiplican con la urgencia del “porque sí”, en cada lugar que van pisando. Su atolondrada existencia no parece tener otra finalidad que la de llenar de hijos esta tierra atribulada; Tácito era ya el sexto o el séptimo de ellos. Estaba a cargo de una tía, entrada en años, que recompensó la inocente osadía del niño con una formidable paliza, que lo alejó varios días del colegio.
Conocimos a Tácito por la necesidad de una persona que viniera cada semana a poner orden y limpieza en aquél apartamento desastroso. Ocumare, pese a su humedad, es muy polvoriento; en consecuencia, sobre libros y aparatos eléctricos, se adhiere una fina capa de color gris-amarillento. Este polvillo es visible a contraluz, y cada cuatro días –si no se quita- se va depositando en todas partes. Una vez le escuché a un obrero de la cementera decir que ese polvillo era producto de las continuas explosiones en la cantera de El Peñón, cercana al pueblo. No es tan descabellada la hipótesis; padezco una sinusitis que ha empeorado desde que vivo aquí. Ana Luisa recomendó entonces a Erlinda, la tía, quien lavaba, planchaba, y con trapos humedecidos en desinfectante, trataba de recoger el insistente polvillo. Tácito venía con ella. Su única misión era limpiar la biblioteca. Yo lo ayudaba, subiéndolo a mis hombros; así “ordenaba” los estantes más altos, a manera de juego y sin demasiada responsabilidad para un niño como él, que miraba curioso mis reproducciones de Chagall y de Remedios Varo. La “Naturaleza Muerta Resucitando” de ésta última, lo impelía a preguntarme: “Y si una naturaleza muerta resucita, ¿puede volver a morirse?”. “¿Por qué le dicen Naturaleza Muerta, si los platos y las frutas están volando?” “¿Ya resucitaron?” “Lo , ¿es igual a ?” “¿Y nosotros, también resucitamos?” Yo, contestaba como podía la andanada de preguntas. Luego le daba hojas y lápices para que dibujara a sus anchas.
Pero en el Tuy es rarísimo –por no decir imposible-, encontrar a un niño de nombre Tácito, palabra que denota lo callado o que se sobrentiende. Ana Luisa, me lo explicó: Tácito era en realidad un apodo, puesto por la madre, la Niña; a su vez otro mote por haber sido la menor de quince hermanos. Tácito, o sea Esteban – su nombre verdadero-, al parecer no articuló palabra hasta los tres años de edad, y Roxana (la Niña), quizá con más tino que dominio en sí del lenguaje, le adosó el remoquete, que ya nadie se molestó en quitarle después.
Hablaba hasta por los codos. Reía mucho, preguntaba; un interrogador con una fuerza casi conminatoria. Mamá, en su espera desesperada por los nietos que no llegaban nunca, le tomó cariño a Tácito. Ella coincidía con nosotros en el apartamento los días de limpieza general, y no lo dejaba ir sin haberlo hecho almorzar y merendar antes, contrariando a Erlinda, la severa tía, manojo de huesos movidos por el rencor y el fanatismo religioso más recalcitrante. Sentábamos al niño a la mesa; se le servía lo que quisiera. Incluso carne de cerdo, prohibida por su Iglesia protestante. Yo la cocinaba únicamente por molestar a esa beata, quien me dispensó un odio cordial. Se desquitaba con Tácito, maltratándolo. El la delataba en casa, y mamá a fustigarla:

Yo me servía un vaso de agua en la cocina, y lo “Ley de Dios”, me sacó de quicio. Entonces le espeté desde allí, sabiendo que podía escucharme perfectamente, parafraseando a J.D. Salinger, un tipo que sí sabía de niños: “Los chamos son huéspedes de honor en una casa, deben ser tratados como tales, respetando sus temperamentos y aptitudes. Cualquier intromisión , es violencia. Y las creencias religiosas, conciernen sólo a los adultos: si tal o cual fe me sirve o no, es cosa que para niños está de sobra”. Luego le pasé a un lado, sin mirarla siquiera. Erlinda soltó que vendría un par de veces más y que tendríamos que conseguir a otra persona para la limpieza. Había obtenido una oferta de empleo en la zona industrial de Valencia, y pensaba aceptarlo, mudándose y llevando a Tácito consigo. Nos agradecía mucho las atenciones para con el niño y ella todos esos meses, pero se iba del pueblo en procura de una mejor vida, lejos del desastre tuyero, etc, etc. Nuestra expresión -apocada por la noticia-, pareció regocijarla. Ella era, a fin de cuentas, la verdadera familia de Tácito. ¿Qué podíamos objetarle?

Luego, también yo me fui. Lejos de Ocumare; lejos de todo aquello que conocía. Un periplo que todavía no sé que me quitó o dejó realmente. Paréntesis de tiempo, en varios tonos de gris, con lugares y personas como desleídos o fantasmales. Yo era yo a ratos, pero no mucho; lo cual es siempre preferible a cualquier tentación de refugio, de quedar a mano con uno mismo. También a ratos fui intensamente feliz.

Tácito siguió volándose de la casa, una segunda, tercera y cuarta vez. Eso lo supe por teléfono. Lógicamente, las palizas se sucedieron los maltratos de la tía Erlinda; sobre todo cuando a Tácito le daba por buscar a la madre, una muchacha infeliz y drogadicta que se prostituyó algún tiempo por los lados del terminal de pasajeros, en los pequeños quioscos junto al cadáver del Río Tuy. De día, venden comida; de noche, sexo. Ya en Ciudad Ojeda se le perdió el rastro y, de la Niña, trasunto de millones de calamidades trazadas al parecer con el mismo lápiz, no supimos más.
De la mano con Alejandra, me topé con Ana Luisa en el centro del pueblo. Casada ya y con dos niños, la invitamos a un café. Quería saber del colegio, de aquél rinconcito de Marare, y de mi amigo Tácito, por supuesto. No le costó mucho rememorar enseguida.



Se me hizo una opresión en el pecho.

Al día siguiente, me trajo un recorte de prensa. “El Carabobeño”, reseñaba el hallazgo: Niño de once años, asesinado en los alrededores de Bárbula. El cadáver presentaba evidentes signos de tortura. Se sospecha de grupos de exterminio, o de cultos vinculados a sectas satánicas. Doblé el papelito para no leer su nombre y la procedencia; no hacía falta. En cambio, abrí mi maletín de originales, y busqué y rebusqué entre papeles, hasta dar con lo que deseaba: un dibujo de Tácito. Era un sol lleno de colores como una guacamaya; sus plumas, eran hermosas plumas de fuego. Con cinta adhesiva, lo pegué al techo polvoriento del cuarto. Quería mirarlo allí una semana entera.



EL ESTILITA.

“Una vez más erraste, el fracasosólo no tiene límites-, tú sí”.
Leopoldo María Panero.

Asiáticas, francesas, rumanas, holandesas, españolas... Toda la filmoteca de John Holmes, de Cinderella Byron, de las hermanitas Jones (Susan y Vivian); incluso de la mismísima “Sleeping Beauty”, Victoria Morrison; juguete primoroso de tantos, ángel concupiscente. Si existía en video, Andrade lo tenía.; amén de curiosidades, chismes, estadísticas de todo tipo, y notas biográficas. Por él, supe que a Ginger la había comido el sida a lentos mordiscos, años atrás. Otro tanto sucedió con Holmes, como seguramente sabrán algunos. Cierta vez, y a modo de juego, juntamos cifras aproximadas de ambas estrellas porno y dimos con la suma de cuatro mil novecientos veinte polvos: suficiente sexo como para llenar barriles y barriles de vidas hasta el borde. Hablo de vidas “promiscuas”, claro; las comillas son en este caso absolutamente necesarias. Aún con esto, para Andrade la gente vivía en función del sexo; lo demás era hipocresía, ganas de perder el tiempo en sublimaciones ridículas y falsas. Bataille había tenido siempre razón. “No te olvides que se hizo una paja frente al cadáver de su madre”, solía repetir con sagrado respeto. Si el cansancio de catorce horas en la fábrica me lo permitía, pasaba una que otra tarde por aquél quinto piso. Ya instalado en un gran sofá, oía discos de Fado (el volumen de la música no importaba) y bebía vinho verde. Andrade caminaba de aquí para allá por el apartamento, conversando a viva voz, lamentándose de tener que recoger a diario cuerpecitos de golondrinas heridas o muertas al chocar contra el amplio ventanal de la sala. Contaba que en Algarve y Lagos sirvió bebidas a turistas ingleses de modales gringos, hediondos a sudor. Después se vino a Venezuela; una herencia familiar le correspondía. Llevaba en el pueblo un par de años. Pero la idea era volver a Lisboa y dedicarse a escribir, descubrir, describir. Desaparecer. Una visión, un absoluto que se le hacía esquivo. Una pavesa, apenas. O será que, “¿nem muito nem pouco para a chama eterna?” . Y abría los estantes del comedor, repletos de libros y más y más videos: amateur, lluvia dorada, bizarre, orgías, lesbianas, interraciales, sado. Proyectó “montar” su propia productora, en un alarde de libertad creadora: sus intentos fracasaron rotundamente; ninguna seriedad. Igual lo previne muchas veces. Decepcionado, se contentaba entonces con despotricar contra el porno alemán, que tildaba de zafio. Opinión distinta le merecían los filmes italianos: las mujeres era sencillamente hermosas. Para Andrade, América Latina se salvaba por el gigante Brasil. Argentina, Colombia, que por entonces daban sus primeros pasos en esa industria, seguían en pañales.
Escribió una poesía que jamás mostró a nadie pero que alguna vez me comentó. Andrade exaltaba allí el voyeurismo, como refinamiento máximo de la conducta erótica, y aseveraba que las sociedades del futuro iban irremediablemente por ese camino. “Nos miraremos unos a otros, permanentemente. E irónicamente, será esa la solución de este mundo sobre poblado: el placer estéril.-¿Conoces a Malay Roy Choudhury? Es un poeta bengalí, defensor de la obscenidad. Porque has de saber que lo obsceno tiene también su sacralidad, mi estimado. Yo soy una especie de anacoreta moderno, viviendo solo en este edificio, sin familiares cercanos, ni vecinos. Salgo poco a la calle; casi nada en realidad. Me da terror esta tierra violenta. Imagina el pensar que recibas un balazo en el pecho por ahí, como un perro, sin haber descubierto la razón de tu permanencia aquí. ¿Cuáles podrán ser? Hasta se me ocurre que tú puedes ayudarme; el peregrinaje de ambos tiene sus puntos en común. ¿Entonces, qué dices? ¿Sabes?, muchas veces estoy moral y físicamente agotado. La ruptura de un aneurisma en Junio de 2001, no dio tiempo a mis sugerencias. Salvo unos cuantos libros (Sacher Masoch, Sade, Raynal), no quise quedarme con ninguna otra cosa suya.


SICALÍPTICO.

“Pienso como una joven alza su vestido.Al extremo de su movimiento, el pensamiento no difiere de la obscenidad”.(Georges Bataille).

Había solo una explicación para aquellos agujeros en los jeans que siempre llevaba Fani de noche; mas yo ni me fijaba, ni me importaba demasiado entonces. Podía tratarse de pobreza, de provocación o moda. Quizá las tres juntas y bien revueltas. Hasta en el primer aniversario de , en que vemos a la morena acercarse a la mesa de los La Taglie y saludar melosa, viajando de regazo en regazo. Luego de los sorbos de whisky, cada mano bajaba más de la cuenta; Fani daba un corto respingo. Los tipos se mataban de risa. Había sobre todo mujeres comentando, mirándola con cierta mezcla de repulsión y envidia; pero a Fani parecía no importarle.
















3 comments:

Ricardo Juan Benítez said...

Omar, todos los cuentos de antología, me atrapo Tácito. Excelentes cuentos.

Abrazos

Andrea

Ricardo Juan Benítez said...

Hola Omar. Será que por esas tierras se da con asiduidad lo que se llama "realismo mágico". Tus relatos destilan ese misterio propio de la literatura del Caribe. Mi preferido (a diferencia de Andrea) es "Trini".

Gustavo Tisocco said...

Omar un placer leerte en este hermoso y cuidado sitio.
Un abrazo Gus.